Llegamos a la hora que anuncia la muerte, al momento en que acaba el día, donde nace otro día. Sentimos pasar la vivificante corriente del tiempo: nos sometemos a ella, la consentimos. Aceptemos, pues, una inversión de nuestra postura y, por ende, de nuestra percepción. Aceptemos no apegarnos sólo a esta vertiente de la vida, sino situarnos en el corazón del Doble-Reino donde gozaremos de una visión más global de nuestro devenir personal en el seno del devenir universal. Allí, en el sentido del incesante transcurso del Camino que va de la Nada hacia el Todo, del No-Ser hacia el Ser, podremos, también nosotros, desde nuestro fondo más íntimo, seguir la andadura que va de la muerte a la vida —y no de la vida a la muerte— en vistas al fruto del espíritu que absorberá dolores y alegrías, lágrimas y sangre.
el corazón del Doble Reino es el espacio por excelencia donde se traba el diálogo entre vivos y muertos. El diálogo en cuestión concierne simplemente a los seres que han vivido como nosotros, que llevan en sí toda la sed y todo el hambre, todo un mundo de deseos inacabados y viven otro estado de vida. En el corazón del Doble Reino los muertos ya no son, como tan a menudo ocurre en nuestros días, personas a quienes se ha transportado como a moribundos anónimos hasta un rincón del hospital; después, una vez sobrevenida la muerte, hasta un rincón de la morgue y, finalmente, hasta una urna funeraria tras la incineración; personas en quienes se evita pensar demasiado. Aquí, por el contrario, su rumor nos alcanza, infinitamente conmovedor e iluminador, murmullos que brotan del corazón, palabras próximas a la esencia, como filtradas por la gran prueba. Y con los muertos ganamos si somos todo oídos: tienen mucho que decirnos. Habiendo pasado por la gran prueba, son en cierto sentido iniciados. Tienen que repensar y revivir la vida de otro modo, juzgar la vida bajo el rasero de la eternidad. Pueden velar por nosotros como aliados que nos asisten. A condición de que no seamos tan ingratos como para abandonarlos en el rincón del olvido, pueden hacer algo por nosotros. Sí, pueden, a su manera, protegernos. Esta manera de ver puede ayudarnos también a superar la pena cuando estamos de duelo.
¡Paciente y conmovedor linaje humano! Desde su origen hasta ahora, no se ha perdido en la noche de los tiempos, en una columna de humo, sino que es concreto, está vivo. Nuestra impresión de tener detrás de nosotros a incontables anónimos desvanecidos en la bruma del pasado es falsa. En realidad somos sólo tres o cuatro generaciones por siglo y treinta o cuarenta por milenio —es relativamente poco—, de modo que nuestros antepasados nos son mucho más próximos de lo que creemos. Hay aquí una transmisión de promesas y de esperanzas que nos obliga a mantener la dignidad y que da, hasta cierto punto, valor y significado a nuestro destino. La humanidad se encuentra en cada individuo y cada individuo, si se casa con la vida, participa en la aventura de la humanidad, que es parte integrante de una aventura mucho más vasta: la del universo vivo en devenir.
Incorporar la muerte a nuestra visión es recibir la vida como un don de una generosidad sin precio; «La muerte se encarga de practicar, hasta el fondo de nosotros mismos, la apertura deseada», cerrar los ojos ante la muerte levantando barricadas contra ella es, por el contrario, limitar la vida contando los gastos moneda a moneda constantemente.
Intenta tener la posibilidad de la muerte totalmente presente. La vida se amplía de tal manera cuando se mira la muerte, la perdición, a los ojos y la aceptas como una parte de la vida. Uno no debe sacrificar de antemano una parte de la vida a la muerte que uno teme y contra la que se rebela. La rebeldía y el miedo sólo nos dejan un mísero y mutilado resto de vida, algo que apenas puede llamarse vida. Suena casi paradójico: cuando uno deja fuera de su vida la muerte, la vida nunca es plena, y cuando se incluye la muerte en la vida, uno la amplía y la enriquece.





























